viernes, 17 de abril de 2015

Los borrachos también caen al piso en la ciudad más austral del mundo





José realiza inmutable una trayectoria de 90° desde su posición vertical de un metro setenta hasta la horizontal sobre el piso. Golpea con toda la furia sobre la vereda de cemento y canto rodado y parece que la queda, junto con su gorra visera, que cayó desfasada un instante. Un hilo de sangre se hace camino desde su sien derecha. Todo eso en el tiempo de un parpadeo. Varios lo vemos caer. El monumento, así llamábamos al negro parisino más bueno que comer con la mano que también estaba en el hostel, lo levanta, intento ayudar pero es casi innecesario. Llaman a la ambulancia. Los amigos de José parecen acostumbrados al hecho, él no reacciona. En minutos llega la ambulancia, un paramédico joven lo sienta en una silla de ruedas y se lo lleva, uno de sus amigos lo acompaña… “no es nada, se cayó nomás”, o algo así dice. Antes rescato mi gorro de lana, que en el barullo, no sé cómo, quedó junto a la gorra de José.
Doy aviso a mis amigas en el interior del bar, al que van todos los turistas y todos los de la ciudad, que ya me regreso. El cartel luminoso de la esquina de la principal dice que en la ciudad hace 7°C, pero no percibo ni un poco de frio, quizá ya había tomado mucho. Decido que el mejor camino de regreso es el que va por la costa. Disfruto. Me envuelvo y abstraigo con la imagen maqueta del puerto. Las luces se reflejan coloridas en la bahía. La grúas trabajan acomodando contenedores en un carguero, como si fueran piezas de Lego… Me regresan un grupo de lugareños que exudan de sus autos música a mucho volumen. Me indigno y decido regresar al hostel. Me sirvo el resto de vino en una taza, me siento a escribir en el piso, en el pasillo exterior que une las habitaciones con la cocina. No se puede desperdiciar una noche de 7°C a principio de marzo. Van regresando los otros que estaban en el bar. Pienso que Buenos Aires aún es la ciudad donde ser.