José realiza inmutable una trayectoria de 90° desde su
posición vertical de un metro setenta hasta la horizontal sobre el piso. Golpea
con toda la furia sobre la vereda de cemento y canto rodado y parece que la
queda, junto con su gorra visera, que cayó desfasada un instante. Un hilo de
sangre se hace camino desde su sien derecha. Todo eso en el tiempo de un
parpadeo. Varios lo vemos caer. El monumento, así llamábamos al negro parisino más
bueno que comer con la mano que también estaba en el hostel, lo levanta,
intento ayudar pero es casi innecesario. Llaman a la ambulancia. Los amigos de
José parecen acostumbrados al hecho, él no reacciona. En minutos llega la
ambulancia, un paramédico joven lo sienta en una silla de ruedas y se lo lleva,
uno de sus amigos lo acompaña… “no es nada, se cayó nomás”, o algo así dice. Antes
rescato mi gorro de lana, que en el barullo, no sé cómo, quedó junto a la gorra
de José.
Doy aviso a mis amigas en el interior del bar, al que van
todos los turistas y todos los de la ciudad, que ya me regreso. El cartel luminoso
de la esquina de la principal dice que en la ciudad hace 7°C, pero no percibo ni
un poco de frio, quizá ya había tomado mucho. Decido que el mejor camino de
regreso es el que va por la costa. Disfruto. Me envuelvo y abstraigo con la
imagen maqueta del puerto. Las luces se reflejan coloridas en la bahía. La
grúas trabajan acomodando contenedores en un carguero, como si fueran piezas de
Lego… Me regresan un grupo de lugareños que exudan de sus autos música a mucho
volumen. Me indigno y decido regresar al hostel. Me sirvo el resto de vino en
una taza, me siento a escribir en el piso, en el pasillo exterior que une las
habitaciones con la cocina. No se puede desperdiciar una noche de 7°C a
principio de marzo. Van regresando los otros que estaban en el bar. Pienso que
Buenos Aires aún es la ciudad donde ser.