Esta vez el mar me recibió con invierno del bueno: mucho
frio y sol. Cielos libres y azulados, y mi lápiz sin punta y el sacapuntas en otro
bolso.
Esta roca que alguien orientó, seguro con la ayuda de una grúa,
es aquí y ahora mi soporte, mi tierra. Cuelga la cámara de mi cuello, un
cachorro negro da vueltas y vueltas alrededor, quiero llevarlo en una foto,
pero ya está lejos. No se quedó quieto más que instantes generadores de la
imagen en mi cabeza, no en el acetato.
Mis manos se ven agrietadas, secas de sal marina. El sol
textura parte de mi sombra sobre estas hojas suaves del cuaderno, la rígida
roca y el mar. Me dibuja junto a la roca, justo donde terminan las olas. El
sonido es intenso, grave, con silencios de corcheas. Primero rompen unos metros
más allá –una distancia tan imprecisa como la punta de mi lápiz- y luego chocan
con fuerza contra el acantilado, que me distancia del agua. Les dejo mi sombra
jueguen con ella.
El aire se pone más frio y tengo que sacar el pullover
naranja de la mochila, para ponérmelo. Mientras, cuento los años que tiene y me
pierdo…
El viento se suma a la orquesta con sonidos más agudos.
La línea del horizonte es perfecta, el cielo pálido y el mar
oscuro, dos componentes que pueden separarse en un único paso. Me pregunto qué
pasaría si uno pudiera retirar el cielo, pero me doy cuenta que es muy fácil
responder que el mar se elevaría como inconsistente, sin peso, que mejor pienso
otra pregunta sin respuesta, pero nunca logro formularla.
Quiero quedarme aquí hasta que el agua me salpique, recién
estuvo más cerca. Lograr, como en un sueño, viajar por el agua sin agitarme,
sin temor a golpearme, es extraño pero el temor no es a ahogarme. Poder llegar
bien mar adentro, respetando la danza de las olas. Flotar, hundirme, cerrar los
ojos y escuchar. Que el cuerpo libre de ropa contacte en toda su superficie al
agua, que se perfume de mar.
El abrigo se levantó al sentarme y queda una hendija de mi
cintura expuesta al sol, el borde de la remera flamea cada tanto, se sienten
cosquillas de frio.
Aún no sé quién ganará en echarme: si el agua al mojarme bien
de frente o el viento que silba por detrás, con un aviso en mis oídos que se
entiende como es invierno en el mar.
Puede que no sean ellos quienes me echen, puede que sea más
por artificio de este lápiz que ya no tiene punta o el final de la carilla.
Pero creo que es culpa de la luna que me desconcierta y en
plena tarde de sol me avisa –como dice Ámbar- que es de noche.