Esta vez no me demoré en leer a Saer, como había prometido en una entrada pasada. La tarea fue fácil: 1) en la biblioteca de la Universidad encontré una bonita y desvencijada edición de Nadie, nada, nunca, y 2) me pareció el acompañante ideal para mi viaje a Carmelo. No me equivoqué, quizá subjetivé la semejanza del paisaje, la nada y la reiteración, además de confundir los perros del camping con caballos, pero se fundieron sin quejas en un sorbo de Patricia.
Comparto otra de las fotos estenopeicas que logré en ese viaje y un párrafo precioso del libro:
"(...) Cuando las manos chocan, por fin, una contra la otra, resonando, el bañero se da vuelta y comienza a bajar hacia la playa, el Gato alza la cabeza, mirando hacia el portón, el segundo trago de café se empasta contra el primero en la garganta de Elisa, el bayo amarillo comienza a sacudir la cabeza bajo el chaparrón, y el lapso incalculable, tan ancho como largo es el tiempo entero, que hubiese parecido querer, a su manera, persistir, se hunde, al mismo tiempo, paradójico, en el pasado y en el futuro, y naufraga, como el resto, o arrastrándolo consigo, inenarrable, en la nada universal."